Viejo en la Piscina

Viejo en la Piscina


Una máquina dializa a Rigoberto, otra respira por él. Un gomoso renuevo, proveniente de un árbol de tronco y ramas metálicas, lo alimenta, otros le proporcionan morfina, antibióticos y otras sustancias, y otro drena sus desechos. Para vivir depende de demasiadas máquinas, pero Rigoberto no se amilana, es un “vive la vida a como dé lugar”, aunque vivir siempre le ha sido algo difícil, desde su infancia. Algo tan simple y básico como respirar, para él no ha sido tan simple, a tal punto que cuando tenía doce años, a raíz de un violento ataque de asma, su madre y sus cuatro hermanos rodearon su cama, para despedir a quien moría, ¡sin ocurrírseles hacer algo! Por esas cosas del destino apareció el tío Lalo, que por mucho tiempo no iba a visitarlos. Este tío, asmático, aplicó inmediatamente su inhalador a Rigoberto. Quince minutos después jugaba por el jardín como si nunca hubiese estado a un tris de la muerte. Si no es por su tío, ¡qué muerte tan horrible y estúpida hubiera sido! Así no más es la vida, como dice filosóficamente su nieto Julián. Está medio sordo y su vista ya no es buena. Ha vivido más años de los que el mismo pensó alguna vez que podría vivir. Vio a sus hijos, y después a sus nietos, crecer sanos y fuertes. Cuando niño plantó diez retoños de álamo, los cuales son ahora altos, rectilíneos y hermosos. Sólo le falta escribir un libro.

-Mi mal estado de salud es porque no voy a la piscina, se lamenta.

-Siempre que me dirijo hacia ella surgen problemas, si no es por esto es por lo otro.


-Si yo acudiera a una pileta y me tirase dos o tres piqueros me mejoraría de inmediato, agrega. Y tal vez no esté nada equivocado en su apreciación.

-Cuando me sumerjo, puedo sentir cómo mi ser se disuelve en un algo, oscuro, tranquilo, silencioso, como una matriz, y eso me llena de paz y placer.

-Sé que si no retorno a tomar aire, al otro lado del espejo, habrá un estallido de infinitos cúmulos de galaxias y partículas subatómicas al interior de mi mente. Un útero gigantesco me daría a luz para hacerme uno con los universos, pero siempre vuelvo.


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Llega Fedra, la escultural kinesióloga, con el propósito de obligar a Rigoberto a dar su paseo diario por los pasillos donde dará vueltas y vueltas. El ejercicio físico siempre levanta su ánimo. En este paseo va siempre acompañado, de su árbol metálico (genealógico como lo llama él). Pero, pese a su precariedad, le dedica alguno que otro piropo a Fedra.

-En el mirar no hay daño ni engaño, pues, se justifica.

Nadie duda que si Fedra, en un supuesto absolutamente teórico, le diera la pasada, batallaría hasta morir.

Es un día de mucho calor, Fedra abre una puerta que conecta con un inexistente mirador. Por eso, una reja de fierro forjado pintada de color celeste cielo, no muy alta, sirve de efectivo obstáculo y protección de caídas a quien no advierta a tiempo el abismo subyacente tras tal singularidad.

-Quédese tranquilo apoyado en esta reja don Rigobertito, aproveche de respirar aire puro, dice Fedra a su paciente, -vuelvo en seguida. Fedra deja acá a Rigoberto, para atender a la enfermera que hace señas desde fuera de la habitación.

Rigoberto queda transitoriamente solo, apoyado en la reja metálica, mira abajo y ve una piscina colosal, no lo puede creer que estuviera allí todo el tiempo y que él no lo hubiera sabido anteriormente.

Una sonrisa de felicidad se dibuja en su rostro y sin dudar un instante, se saca toda la parafernalia que lo ata su paralizante árbol. Alegre y esperanzadamente -como un niño- se arroja a su quimérica alberca, tal como está, desde su ubicación en el segundo piso del hospital .Pero, esto no es una piscina, es sólo un espejo de agua, un adorno de unos pocos centímetros de profundidad, que también oficia de acuario para variopintas especies de peces de colores.

Mientras va cayendo sueña con el dulce reencuentro con su eternamente amada que lo sanará de todos sus sufrimientos y lo liberará de esas espantosas ataduras que coartan su bienestar. Cuando ya está rozando el agua con sus dedos –en su caída- la salvaje escena que habrá de venir es presagiada –lógicamente- por varios funcionarios del hospital.

Cuando niño, lo más apetecido para él, consistía en lanzarse al agua una y otra vez desde la orilla. ¡Qué sensación triunfal es vencer el miedo a no poder respirar debajo de ese fluido esencial!, tal vez en otra vida fue un pez decían sus cercanos. Podía estar horas y horas repitiendo este rito, perfeccionándolo.


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Entre su grupo de muchachitos amigos había dos o tres que eran uno o dos años mayores que el resto de los otros, y que ya tenían una conducta distinta respecto al sexo. Ximena – a quien no conocía- de quince o dieciséis años, prima de su mejor amigo Héctor, de sólo doce, galopaba frenéticamente sobre este filial unicornio. Rigoberto irrumpió en el dormitorio buscando a su amigo, vio la escena y quedó pasmado. ¡Además, Ximena le guiñó un ojo y le hizo señas para que se quedara! Sin duda esto era demasiado para él y partió corriendo fuera de la casa de su amigo.


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Rigoberto al momento de rasurar su barba se mira en el espejo y éste le devuelve siempre la imagen de una persona joven, como si el tiempo no existiese; así se siente él. Es sabido que vemos lo que queremos ver. Pero, en algún instante, tal vez un gesto, quizá una palabra, acaso una mirada, un comentario o un conjunto de hechos, le advierten que hay una contradicción entre lo que él observa de sí mismo con lo que otros podrían estar percibiendo. Se mira nuevamente en el espejo, esta vez con un propósito investigativo, y se ve tan joven como siempre. Rigoberto piensa que malinterpretó algunas señales y que él está plenamente vigente en todo orden de cosas, que el mundo está muy lejos de poder extinguir sus deseos de seguir desafiando molinos de viento, sólo o en compañía de Sancho. Por esas extrañas coincidencias, que quizá no lo son, tratando de sacar un libro, de Rivera Letelier -de un librero al lado de su computador -desparrama por el suelo las fotografías de un álbum reciente. Se inclina a recoger las láminas y descubre algunas que le han sido tomadas un par de meses atrás. En la primera de ellas no se reconoce, el no es ese viejo que aparece ahí. Pero, de ahí en adelante todas las imágenes recalcan su vejez y todas juntas le gritan ¡viejo!, ¡viejo patético!, formando un coro de crueles voces torturadoras de sueños -masacradoras sin compasión- de rugosas y anacrónicas ilusiones de un viejo inmaduro. Como el Cuervo de Allan Poe, ¡nunca más!, ¡nunca más!

Un nudo sube frecuentemente por su garganta y casi lo sofoca. Rigoberto logra contener malamente las lágrimas por su juventud extraviada, en una esquina del espacio o en un hoyo de gusano del tiempo, ¡vaya a saberse! Él no se dio cuenta del misterioso paso del tiempo, es como si se hubiese dormido siendo un efebo y hubiese despertado siendo un anciano. A Rigoberto la vejez le provoca pánico, no porque la muerte se encuentre cada vez más cercana, sino por la carga de dolencias que trae consigo, y por todo lo que estúpidamente postergó y que categóricamente ya nunca podrá ser. Hay una edad para hacer cada cosa y él no hizo todo lo que hubiese querido.


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-¡Las tetitas de Panchy son duritas!, asegura excitado, Pedro, un año y meses mayor que Rigoberto.

-¡Ah!, ¿y cómo lo sabes?, preguntamos el resto.

-¡Me puse al lado de ella, simulé que subía al borde de la alberca, con el pie las rocé y me di cuenta!


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-Oye Panchy, ¿tienes las tetitas duritas?, preguntó Rigoberto, en una oportunidad posterior a la de la piscina.

-Sí, ¡toca!, dijo Panchy.

¡Cierto!, fue su lacónico comentario.


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Rigoberto trabajó muchos años, demasiados decía él. He trabajado duramente toda la vida y tengo pocas cosas materiales.

-No me vengan a decir que yo soy pobre porque soy flojo, no señor.

¡Yo soy honrado, por eso soy pobre!, decía con mucha energía.

Trabajó y trabajó para dar el sustento a su familia. Entremedio, la piscina. Siempre fue un mediocre para todo, pero eso lo hacía partícipe del noventa y nueve por ciento de la humanidad, y él lo sabía y aceptaba filosóficamente. No tenía más pretensiones que vivir la vida al máximo que se pudiera dentro del contexto de un responsable hombre civilizado. Tal vez, fue esta actitud la que propició que pasaran algunos extraños eventos en los lugares donde trabajó, sucesos que algunos no conciben como posibles. Ocurrieron, vaya uno a saber por qué ocurrieron. Pasó en sillones, arriba de escritorios, debajo de escritorios, ¡pasillos! y, por supuesto, en los siempre ad-hoc baños de las oficinas, cosas que afortunadamente no trascendieron los límites del trabajo. Cosa rara que acaeciera a Rigoberto, pues no era ningún dechado de virtudes, ni siquiera estaba bien dotado, pero a nadie le falta Dios decía un compañero de oficina que según él era ateo “por obra y gracia de Dios”. Honestamente pensaba que un caballero de verdad, no podía negarse.

-Es asunto de principios éticos, decía en serio, muy en serio.


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Rigoberto, en su colegio, fue obsequiado con un pase libre para practicar natación en la piscina de la Escuela Naval de Valparaíso. Acudía diariamente y casi siempre era el único allí.

-Tengo catorce años y nunca me he lanzado de un trampolín, se dijo, y miró hacia todos lados para encaminarse al primer nivel.

-¡Mejor me tiro del segundo nivel!, pensó entusiasmado.

-¡Ya que estamos aquí tirémonos del tercer nivel!, se desafió a sí mismo.

-Mejor me devuelvo, la altura es mucha, se acobardó.

-Pero tal vez, por los imponderables del azar, alguien esté escondido mirando, y después contará que no tuve valor y todos se reirán de mí.

Decidió lanzarse, tomó la mayor cantidad de aire posible y saltó. Resultó un clavado impecable, se sumergió en posición absolutamente vertical, no salpicó una sola gota de agua, es decir, puntuación diez. Por su inexperiencia fue a dar al fondo de la piscina donde tuvo que protegerse la cabeza con los brazos para no golpearse, pero se sintió como un superhombre, admirado de su audacia. Afloró a la superficie y como de saber nadar realmente no sabía -ahí se percató- no lograba iniciar un braceo hacia la orilla y se hundía en el agua. Angustiado, recordaba su traumática experiencia de haber casi muerto ahogado por el asma. Deseaba pedir auxilio a un sujeto que estaba fuera de la piscina en la orilla opuesta (el único otro ser humano presente), pero no lo hacía quizá por orgullo o tal vez por querer demostrar, a sí mismo, que él era capaz de arreglárselas solo, pese a que estaba aterrado. A su vez el observador intentaba ir en rescate de Rigoberto, pero se frenaba ante la actitud de éste. La escena se repitió varias veces, como en un sketch, hasta que, transcurrido un siglo, logró salir por sus propios medios. A pesar de lo serio del tema, lo rememora con humor. Al día siguiente, como de costumbre, concurrió a la piscina y mostró su identificación para entrar, pero el marino de guardia se la quitó y le impidió el paso, para siempre. No tuvo dificultad alguna para comprender por qué fue expulsado del Paraíso.


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Con horror, todos los testigos corrieron hacia los espejos de agua para socorrer a Rigoberto, si es que era posible hacer algo, pero todos sabían que no. Los primeros en llegar mostraron desconcierto, y en la medida que la gente se agolpaba ante estos superficiales estanquillos, sin entender qué había pasado, un murmullo iba in crescendo.

¡El cuerpo de Rigoberto desapareció en diez centímetros de agua -no estaba allí- y nunca jamás alguien supo nuevamente de él!


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Rigoberto, después de lanzarse, por primera vez en su vida, desde el tercer nivel de un trampolín, afloró a la superficie y nadó rápida y elegantemente hacia la orilla de la piscina de la Escuela Naval de Valparaíso. Tenía catorce años, una vida por delante.


Fin

(Con la valiosa cooperación de Nany)

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