Pablo y Anselmo

Pablo y Anselmo


No sé aún por qué, Pablo no supo cómo defenderse, ante provocaciones recibidas de sus pares. Tal vez, era muy lerda su percepción o tardía su reacción a las mismas. O se negaba a ultranza a vivir en un mundo de competencia y agresión. Quizás creía en el cuento de poner la otra mejilla, de ser solidario, de cooperar y no competir. Lo digo con sarcasmo: “tanta estupidez que se enseña a los niños, sin tomar en cuenta el daño que puede provocárseles, para sobrevivir en nuestra intrínsecamente violenta e inmisericorde sociedad”. También, y es lo más probable, naciera sin los cojones necesarios, y eso no tiene solución.


Anselmo, su hermano gemelo univitelino, en cambio, era descontroladamente agresivo y violento. Nunca lo vi discutir con nadie, pues ante la mínima provocación, golpeaba, no discutía, aporreaba. Siempre tuve la precaución de no acercarme, a él, más de lo estrictamente necesario. Si Anselmo estaba en inferioridad física buscaba lo que tuviera a mano para equiparar fuerzas, y aunque perdiera el pleito, el antagonista no volvía por más. Ningún perro grande teme al tarascón de un quiltro chico, pero vaya que hace cuidado de no recibir su mordida. Pablo consideraba un hecho de la existencia, soportar humillaciones y ofensas, por eso imaginaba universos paralelos, donde la palabra agresión no existiera en los diccionarios, que no tuviera concepto, que no poseyera realidad. Es más, donde el amor fuera la única relación posible de establecer entre humanos.



Nunca vi, afortunadamente, que Anselmo y Pablo se hubieran enfrentado entre sí, tal vez por su condición de gemelos univitelinos o por respeto mutuo o quizá por imposibilidad física. Un gemelo univitelino es idéntico al otro, no es posible que tenga diferencias con el otro, no son posibles de distinguir, tienen el mismo ADN, no es que sean parecidos, son exactamente iguales, réplicas el uno del otro. La conducta belicosa, eficientemente disuasiva de Anselmo, alivió la existencia de Pablo, pues los busca pleitos no sabían si estaban ante el uno o el otro, y en las dudas abstente... de molestar. Pero quizá cómo, no faltaba el desalmado que -de algún modo- reconocía a Pablo y las emprendía con él.


Pablo caminaba feliz y sonriente hacia su hogar, era un día de verano, con sol y unas pocas nubecillas destacaban el azul del cielo, estaba de vacaciones escolares. ¿Me preguntan por qué iba feliz?, ¡porque le bastaba con respirar!, así era él. Se topó con un par de imbéciles, Los T (por Tuco y Tico), quienes reconocieron en él a Pablo. Con su superioridad de edad, físico y número, lo sujetaron y Tico apagó un cigarrillo sobre la piel de su brazo. Pablo dio un alarido de dolor, y el imbécil de Tuco le propinó un feroz puñetazo en el rostro. Se alejaron riendo de su “genial” ocurrencia. Hay gente tan bestia, que la felicidad, en los demás, les molesta. Pablo, mandó el incidente al baúl unidireccional del olvido, como fueron a parar otras ofensas anteriores, y como irán a parar -seguramente- hipotéticas futuras humillaciones que el devenir pudiera traer a su existencia.


Anselmo, en cambio, seguía golpeando a cuanto incauto provocador se cruzaba en su camino; al parecer, era su única actividad, su único objetivo en la vida. Hasta el momento, nunca he visto en él, alguna actitud proactiva, sólo reactiva.


Pablo tomó un trabajo, temporal, de lavaplatos en el restaurante del papá de Sergio, compañero de curso. En casa de los gemelos precisamente no abundaba el dinero. Había que lavar de todo, y la paga era poca, pero algo es mejor que nada, pensaba Pablo -y necesito dinero para ir al cine acompañado- se argumentaba.


─Que acompañado, si a mi no me pescan las chiquillas ni en bajá, se decía a sí mismo.


─Entonces, para el pasaje y entrada a la piscina, o a la playa, insistía para sí.


Don Roberto, de quien daré mayores detalles más adelante, decía que la mentira más grande de las mujeres es, “que no les interesa el aspecto físico del hombre”, y otra igual, es que, “para tener sexo necesitan estar enamoradas”.


-Siempre postulándose a Santas Teresa, ellas, finalizaba Don Roberto.


Pablo no era muy agraciado, y las chicas de su edad le escabullían el bulto, es decir, no le prestaban la pelota, confirmando uno de los aciertos de Don Roberto.


En el trabajo de lava copas, fue donde conoció a Don Roberto, todo un cuarentón personaje. Pasaba la mayor parte del tiempo relatando a Doménico -que andaba por los cincuenta- sus proezas erótico sexuales con alguna de las damas con que había tratado últimamente.


-No pues Roberto, damas son las señoras o señoritas, como la esposa o la mamá o la hermana de uno, las que tú dices, son putas, decía Doménico.


Pablo, con ojos desorbitados, escuchaba estas narraciones, y víctima de comprensibles y súbitas erecciones con las cuales -inadvertidamente, rozaba alguna copa o plato que caía al suelo, quebrándose- en medio del jolgorio de Roberto y Doménico.


Roberto es un tipo extraño, amoral, sería mi primera impresión. Pienso que es el modelo que inspira la creación de las caricaturas de vividores, desvergonzados, gozadores, embaucadores y otros energúmenos.


-Oye cabro, ¿quieres salir de perdedores?, le dijo a Pablo.


-¿Cómo es eso Don Roberto, acaso yo soy un perdedor?


-No pues chiquilín, es un decir no más. Te pregunto, si alguna vez le has visto el ojo a la papa.


Las mejillas de Pablo se pusieron rojas como tomates.


-Si quieres te presento unas chiquillas que conozco, que te quitarán hasta las espinillas que andas trayendo. Te lo digo, para que así dejes a la Manuela Palma tranquila, si no, te van ha salir pelos en las manos, te vas a quedar ciego y en la frente te aparecerá una cicatriz que dice “Pajero”, dijo Roberto.


-¡Ah!, ¿y usted podría presentármelas?, inquirió Pablo rápidamente interesado.


-Pero, ¡para qué están los amigos, pues Pequeño Saltamontes!, aquí con su maestro aprenderá maravillas. Eso sí, cuando estemos adonde las chiquillas, no hablas ni media palabra, a no ser que yo te lo indique, advirtió Roberto, quien conociendo a las damas a tratar, sabía que cualquier cosa que pudiera expresar el muchacho, serviría de pretexto para que las niñas exigieran más dinero.


-¿Pero hay que tener mucha plata, no es cierto?


-Of course, dijo Roberto, como si supiera hablar en inglés, pero no te preocupes, que para eso estoy yo.


-¿Cuánto dinero tienes?, consultó Roberto.


Pablo metió mano al bolsillo y sacó unos meticulosamente doblados billetes y los contó.


-Tengo treinta mil doscientos pesos.


-Mira cabro, déjate las dos “gambas” para ti, pasa las treinta “lucas” para acá, y yo te armo el feroz panorama, aseguró Roberto, quien, no pudo dejar pasar la oportunidad de dejarse el resto del dinero para él, aprovechándose de Pablo, porque con veinte mil pesos bastaba y sobraba. Al tigre no se le caen las rayas.


Pablo soñaba, deseaba y desesperaba por apurar la llegada del anhelado día miércoles, que era el día en que coincidía que ambos tenían el día libre, que había sido fijado para las iniciáticas clases de Don Roberto. Roberto fue con el pendejo a lo de las damas que el tanto conocía y, por lo menos, tuvo la decencia de conseguirle la más joven y bonita que encontró en su nómina. Pablo permanecía callado siguiendo las instrucciones de su mentor.


-Ya, váyase con la señorita dijo Roberto a Pablo.


-Paula, la hetera, se llevó a Pablo, buscando su conversación por todos lados, pero no, él mudo. Lo llevó, con una inusual ternura, por caminos de placer sin límites y Pablo, por primera vez en su vida, tocó el cielo con sus manos, y supo que para él, Manuela Palma había muerto de muerte natural.


-¿Y cómo lo pasaste, cabrito?, preguntó Roberto.


-Usted sabe pues Don Roberto, la raja pues, se pasó la Paula, ¡chu...!, pero hubiese sido mejor si yo hubiera podido hablar. Paula me hablaba y hablaba y yo parecía huevón sin cruzar palabra. Extraño en él, pero Roberto se sonrojó, al darse cuenta que olvidó decirle a Pablo, que una vez con la meretriz, hablara lo que quisiera.



Con esta experiencia, Pablo despertó a prestar atención a ciertas actitudes de algunas chiquillas, que en su momento no entendió y que no supo responder.


Anselmo, al parecer, no prestaba atención a los avances sexuales de su gemelo, en ese aspecto. Estaba fanático del fútbol. Será porque como dicen que a los gemelos les afecta lo que haga el otro, es que al día siguiente del debut de Pablo, Anselmo no estaba con el mejor de los físicos, para el partido en que su equipo, “El Bosque”, tenía la opción de subir a la división de honor. Era el último partido, y si lograban tan sólo empatar, serían campeones y subirían a la división de honor. La concentración era total. Las instrucciones del profe de atacar con tres y volver rápidamente a defender eran categóricas, había que mojar la camiseta. Perdían cero a uno y faltando sólo cinco minutos para terminar el encuentro, Anselmo recibió un hermoso pase, ingresando en línea diagonal al área, presto a impulsar el esférico para inflar las redes del arco rival. No pudo seguir con su carrera, pues fue víctima de un feroz patadón. El árbitro del encuentro marca un tiro libre a favor de “El Bosque”, pero Anselmo ya se había acercado al jugador que lo hizo víctima de faul, y cobró la falta, por cuenta propia, con un puñetazo que lanzó al incauto rodando por el pasto. El árbitro mostró una cartulina roja a Anselmo, quien sin más, dio una trompada al juez del cotejo, elevándolo del suelo y, cuando los árbitros ayudantes se cruzaron para intervenir, les dio de patadas y puñetazos a todos. Sus compañeros, viendo que esto no podía seguir, lo abrazaban para calmarlo, pero recibían todo tipo de patadas, puñetazos, escupos... Perdieron el campeonato. A Anselmo le fue prohibido, de por vida, el ingreso a una cancha de fútbol... en cualquier lugar del planeta.


-Oye Pablo, vamos para mi casa, que mi mamá te quiere conocer, dijo Jessica, reciente conquista. Doña Perla, que así se llama la mamá de Jessica, en la primera oportunidad en que quedaron solos -por unos minutos- explicó a Pablo que habían dos tipos de chiquillas: las buenas, que llegan vírgenes al matrimonio, y las malas, que no se hacen problemas en entregar su cuerpo por placer o por dinero, según fuera. Fue obvia la señora en indicarle a Pablo que no le pellizcara la fruta, recurriendo a una original metáfora para decir que no manoseara a su hija, y que cuando tuviera él sus necesidades, buscara a esas malas chiquillas para bajarse el ánimo, pero repetía, nada de tocar a su hija, que debía llegar pura, casta y virgen al matrimonio.


Pablo preguntó a Doña Perla qué tipo de chiquilla había sido ella, si de las buenas o de las malas. Quedó la cagada. ¡Adiós, Jessica!


Después de la desastrosa última aparición en su vida de futbolista, Anselmo se inició como tenista y, teniendo facilidad innata para los deportes, pronto estuvo jugando con los mejores del circuito. A raíz de un fallo del juez del match, que no le favoreció y que, a su entendimiento, era claramente erróneo, increpó de ladrón al juez, quien inmediatamente lo expulsó de la cancha, pero Anselmo quebró su raqueta en la cabeza del árbitro y golpeó, además, a su antagonista y a dos personas del público. A Anselmo se le prohibió a perpetuidad pisar una cancha de tenis, ni siquiera como espectador. Además debió pagar las curaciones del árbitro agredido y afrontar un juicio por lesiones. Se le encontró culpable, y por fortuna para él, la condena fue cumplir con ciertos trabajos de utilidad para la comunidad y no ir a dar con su humanidad a un centro de reclusión juvenil.

Es decir, su agresividad no tenía límites, era sicopática, no tenía razón ni freno, mala cosa para él. Un mal sino asomaba en los relámpagos que usurpaban el lugar de sus ojos.


Pablo, caminaba con Cynthia, su nueva amiga, tomados de la mano, le daba un beso de vez en cuando y absolutamente nada más. Él quería otra cosa, pero ella no. La chica insinuaba avanzar a un grado mayor de intimidad, para posteriormente retractarse, como si estuviera jugando. Un día cualquiera, sin quererlo, Pablo rozó, con su mano, una de los senos de Cynthia, que por cierto eran maravillosos. ¡Plaff!, tremenda bofetada.


-¿Qué pasa?, preguntó Pablo.


-Por fresco, contestó Cynthia, y lo mandó a la cresta.


Pablo esperaba movilización, donde siempre, mirando una vez más a la chiquilla del local de diarios y revistas, que siempre coqueteaba con él, pese a que tenía un par de años más. Decidió entrar a conversar cualquier tema con ella. Con toda la vasta experiencia en mujeres que creía tener, se la juraba. Invitó a Teresa al Mall, después que cerrara el negocito, cosa a la que Teresa no puso óbice alguno, todo lo contrario.


Anselmo, por su parte, continuaba a manotazos con la existencia del prójimo y, aunque trataba, no lograba avanzar con el sexo opuesto, debido a su estúpida sensibilidad para sentirse agraviado. Por fortuna, era incapaz de golpear a una mujer. Las chiquillas captaban prontamente su mal carácter y lo cortaban de inmediato. Georgina, última y una de las poquísimas conquistas de Anselmo, llegó seis minutos después de la hora de la cita, para ver junto a él la película del momento, en un cine del centro. Anselmo armó tal escándalo, que Georgina nunca más quiso saber de él. Así de lacónicas y frustrantes eran las relaciones amorosas de Anselmo.


A las pocas salidas, Pablo y Teresa, tenían una gran intimidad sexual, aunque ella se negaba a la culminación. Ese día en la trastienda el local, estaban besándose con ardor y Teresa guió la mano de Pablo lentamente a su entrepierna. Pablo sintió en su mano la más increíblemente jugosa de las frutas, como una papaya abierta y caliente, se imaginó. Teresa sentó sobre una mesita que había allí. Al primer empuje la mesa se desarmó y cayeron al piso, con gran estruendo, continuando en ese lugar. Todo fue rápido, y Teresa salió a atender al público que ya se había acumulado en pos de periódicos.


-Pablo, ya los despaché a todos, hagamos una -adivina cómo- apúrate, y se apoyó en el mesón dejando su traserito, a disposición de Pablo, tras la cortina de la trastienda. Fue algo salvaje, inolvidable, no lo podía creer, ¡no pararon ni siquiera cuando un parroquiano compró cigarrillos! Ella, una de sus fantasías pajeras, era realidad. A Pablo no le parecía que a Teresa se la pudiera calificar, bajo ninguna premisa válida, como una chiquilla mala. Pablo volvió el negocito muchas otras veces, no a comprar, precisamente.


Algo curioso sucedía con Pablo, lo rechazaban las chicas de su edad, pero tenía cierta entrada con las niñas algo mayores que él, tal vez, por la aparente erótica ternura que exudaba su apariencia.


Con la mente tan despierta, por sus nuevos conocimientos sobre la población femenina, recordó que Nirvana, en cierta ocasión que caminaban juntos hacia sus hogares, que quedaban muy cercanos, lo desplazó hacia un lado, con la cadera, riendo. Ella, también, dos o tres años mayor que Pablo, era de pelo rubio, ojos más azules que el cielo, piel blanca, con facciones y mirada maravillosas, cuerpo exquisito, con senos pequeños y turgentes, caderas del tamaño que debían ser y con un traserito respingado, ¡y con un ejército de aspirantes al título! Por eso Pablo, lisa y llanamente, no la consideraba formando parte de su universo, y cuando ocurrió el caderazo, lo atribuyó a un tropezón, a cualquier otra cosa, menos a una insinuación, por muy minúscula que fuese.


Esperó pacientemente que Nirvana pasara por un punto, obligado en su trayecto, para simular que de casualidad tropezaba con ella. En camino hacia sus moradas, nuevamente Nirvana hizo su truquito, pero esta vez Pablo la asió fuertemente contra sí, por el talle, y la besó en medio de la sorpresa y aprobación de Nirvana, pero quien, después, fue tajante: nada de besuqueos ni tomadas de mano en la calle, que eso no iba con ella. Siempre fue en el hogar de ella o en el de él, apuraditos. Nirvana no lo dijo en palabras, pero también él lo intuía: “lo nuestro durará poco, tu despiertas una gran ternura en mí, me haces feliz, pero esto no es amor, no es lo que busco, y tampoco espero que tú me ames”. Pese a este aparente cinismo, Nirvana era una mujer fuera de serie, tierna, dulce, sin dobleces, transparente, como para cortarse las venas por ella. Si Pablo nunca pudo amarla, sintió por ella algo muy parecido al amor. Y nunca, ¡pero nunca! podría tampoco haberla calificado de mala chiquilla.


Pensó que la mamá de Jessica estaba equivocada, que no tenía la más puta idea del comportamiento juvenil actual y que fue afortunado que se fuera a la cresta con hija y todo.



Anselmo se encontró, sin acordarse por qué estaba allí, a la salida de una discoteca. Por motivos que no tuvo claros, trabó una pendencia con otros tres muchachos, uno de los cuales sacó de entre sus ropas un cuchillo para apuñalarlo con la ayuda de sus camaradas, como hacen los cobardes. Anselmo, con un hábil movimiento, logró quitar el cuchillo de las manos de su agresor, y con el mismo dio una estocada, al parecer, en el corazón del atacante, quien murió allí, mientras sus cobardes acompañantes se daban a la huida. Los testigos supusieron que los atacantes habían sido los adolescentes en fuga, por tanto, Anselmo no fue involucrado como el asesino. La violencia de Anselmo ahora era fatal, era un individuo peligroso.


Los malditos T cambiaron la vida de Nirvana y por rebote, la de Pablo. Un día de esos que nunca debieron existir, se toparon con ella en un sitio eriazo, cerca de su hogar, de noche, la violaron, qué horrible tormento, sucio y asqueroso, qué traumático para Nirvana. Nirvana, no estás sola, nunca más estarás sola, te lo prometo.


En Pablo afloraron, del baúl unidireccional del olvido, transigiendo las leyes de la física, los recuerdos de la profesora que le dio de cachetadas por algo que nunca supo; del profesor que azotó su cabeza contra la de un compañero, por suponer -el imbécil- que estaban jugando dinero, en lugar de bolitas, como era evidente; los abusos de compañeros de curso más fuertes que él, las de profesores a los que no pudo contestar como se merecían; la quemadura de cigarrillo… Amasó toda esta furia contenida y la fundió en el odio hacia Tuco y Tico, de tal modo que no lograba pensar en otra cosa que no fuera la venganza más atroz contra ellos. Anselmo quiso tomar parte, pero Pablo fue categórico: “esto lo resuelvo yo, te prometo que recibirán el más horroroso de los castigos”. El gemelo, estupefacto, se hizo a un lado, aunque a distancia siguió el caso, por si algo salía mal -o no salía como el quería- con la muerte de los sujetos.


Los T estuvieron tras las rejas unos pocos meses, por esas cosas inexplicables de la administración de justicia. Ya andaban por las calles contando sus hombrías, ufanos. A distancia, sin que ellos lo notaran, Pablo seguía a uno y a otro T anotando en un cuaderno, horas, recorridos y actividades habituales, individuales y en conjunto, de los bellacos. Buscaba el punto débil y el arma a ocupar, con la condición que jamás sospechasen de él o de su hermano gemelo, por lo que aconteciera a Los T. Descubrió que los malnacidos cruzaban la línea del tren, por un lugar no habilitado, en que previamente, habían soltado un barrote en la reja de protección, de uno y otro lado de la vía, para poder pasar y acortar distancias. Cruzar allí era una arriesgada acción, debía ser sincronizada con los trenes que venían de ida y vuelta, pues en ese sector el espacio entre reja y convoy era mínimo, si no lograban traspasar la valla a tiempo, el tren pudiera arrastrarlos consigo. De todos los lugares por donde transitaban Los T, indudablemente, este era el que ofrecía su mayor vulnerabilidad. Pablo tomó prestada, sin consentimiento de su hermano mayor, una pistola semiautomática de 7 mm. Su plan era muy simple: disparar a las piernas de los malditos hasta hacerlos caer cuando vinieran los trenes, sin embargo, eso dejaría rastros que podían llevar a sospechas sobre él, su gemelo o su hermano mayor. Por eso descartó la idea, pero conservó el arma. Apareció la idea de reponer el barrote, en su lugar, soldándolo. Pero la fijación debía ser a última hora, sin dejar opción a que por un hecho fortuito, se enterasen que el clandestino paso había sido clausurado. Pero si lo soldaba, atraería la atención de los malditos y ya no caerían en la trampa. Decidió amarrar la varilla suelta. Esperó a que los facinerosos vinieran cerca, en camino al lugar descrito, para amarrar la barra, pero, con el nerviosismo, Pabló no conseguía el amarre adecuado. Pablo, una vez más lo intentó, respiró profundo, hizo todo con calma, y logró finalmente enlazar la varilla con una soga muy resistente, de forma que no se moviera ni un milímetro. Cuando Los T intentaron cruzar el vallado, se encontraron con la barra -que se suponía suelta- inamovible con el potente amarre de la soga, de modo que no podían traspasar la verja y con Pablo mirándolos burlonamente del otro lado. Los malvados se miraron entre ellos y rieron de la ingenuidad de Pablo. No había tiempo para devolverse, venían dos trenes en sentido contrario. Rápidamente, con sus navajas, cortaron la soga, pero debajo de ésta se escondía otra sujeción igual con alambre acerado. Con el horror dibujado en sus rostros comprendieron que no podrían cortar esa amarra. Pablo, reía de la cara de terror de los imbéciles. Cuando sintieron los vagones acercarse, los malditos se asieron fuertemente del vallado, para hacer espacio suficiente entre sus cuerpos y el transporte, sintiéndose a salvo. Pablo buscó sus miradas y las encontró, les sonrío y con un movimiento de su mano hizo caer esa parte de la verja. Los T, malparidos gusanos, cayeron a la vía, donde fueron despedazados por los vagones del tren en circulación. Previamente, Pablo había raido con ácido las platinas de ambos lados de la trampa, las había sujetado con alambre acerado, tensado al máximo e inmovilizado con un seguro oculto e inalcanzable para Los T. A Pablo le bastó tan sólo soltar el seguro para aflojar el lazo y hacer que esa sección de reja cayera a la vía del ferrocarril. Pablo retiro toda evidencia y se fue rápidamente de allí. Previniendo la aparición de cualquier testigo, corrió a ocultarse, transitoriamente, en un galpón semiderruido. Era de mañana, pero para Pablo había caído la noche.


Pablo rodó por escaleras y aterrizó en el escenario del teatro del lugar. Los espectadores reían con el film en exhibición. O tal vez reían de él. Percibió, por parte de unos pocos espectadores, intereses equívocos sobre su carne, por lo que corrió fuera de la sala, no antes sin caer, patear, arrastrarse. Había quienes trataban de retenerlo con sus débiles estructuras gelatinosas, sin que Pablo quisiera quedarse a preguntar por qué.


Por fin, atravesó las puertas del salón y salió al foyer del cine. Vio algo así como monos lampiños con unos inmensos dientes, descolgándose por las escaleras, dirigiéndose hacia él. No paró a interrogarse, qué querrían con él, y corrió a las puertas de salida, logrando escapar, antes que los simiescos entes lo alcanzaran. Afuera, en la calle, se agolpaba otro puñado de seres, con cuerpos y rostros deformes, que trataban de apropiarse de él; eran blanduzcos como gomitas de eucaliptus. A golpes y empujones, Pablo consiguió dejarlos atrás, pero se habían quedado con sus ropas.


Pablo buscó ayuda con su mirada, Teresa le hizo señas desde el local de periódicos y revistas, para que se refugiara allí. En el camino al negocito, seguía cruzándose con uno que otro de esos deformados seres, pero no cruzó con nadie tan deforme como él. También le pareció divisar a Anselmo cerca de Teresa. Cambió su dirección, no quería correr el riesgo de apreciar en ellos algún tipo de distorsión. Corrió hacia un cercano galpón semiderruido para ocultarse allí. Inexplicablemente sus ropas estaban en ese lugar.


Vio pasar a Nirvana bella, radiante, sin mácula. La sangre, de las bestias sacrificadas, lavó toda afrenta. Pablo lloró por última vez en su vida, lloró de emoción, por saber que, nuevamente, todo el mundo la seguiría venerando como a una Diosa.


Después de estos acontecimientos, frecuentemente Anselmo se apartaba de toda actividad social, a tal punto que la gente casi había olvidado de él. Para los que lo conocían un poco más, como yo, era un misterio su paradero.


Fuentealba, fastidioso como una mosca -pero con menos cerebro- llevado por su sicótica envidia, embroma a diestra y siniestra. En esta ocasión camina distraídamente, hacia la salida de la oficina donde trabaja. Pablo lo espera sujetando la gruesa puerta de cristal, recientemente instalada, esperando su paso de cretino bromista por el portal. En el momento preciso, Pablo, dio el mayor impulso posible a la puerta, para estrellarla contra la cabeza de Fuentealba, quien cayó al suelo aturdido por el impacto. Los afilados fragmentos de cristal cayeron sobre su cuerpo causándole múltiples y profundos cortes, por los cuales sangró hasta morir, antes de recibir ayuda. Pablo, nunca más debió soportar la irritante estupidez de Fuentealba. Nadie le vio cometer el asesinato. Era un experto.


Pablo y Anselmo, una vez más, miraban fijamente hacia el gran cojinete esférico de quizá qué inmenso rodamiento, de quizá qué descomunal máquina -tal vez de un camión de Codelco, allá en Chuquicamata. Pablo vio como Anselmo se iba esfumando, del reflejo azul metálico, hasta desaparecer.


Nunca vi a Pablo y Anselmo juntos. No hay una sola foto de ambos en la misma. El nombre completo de Pablo es Pablo Anselmo Barría Conejeros. Recién caigo en cuenta.


En su habitación pulcramente limpia, con un ordenamiento perfecto de cada objeto existente en ella, pero con una frialdad marmórea, emanando de ello, Pablo se pregunta, si alguna vez, en lo profundo de su ser, fue alguien distinto al que es ahora. Su rostro, después del ajusticiamiento de los T, quedó marcado como el de los cainitas, alejando de él a todo ser humano. Recuerda cuando su conducta era una antítesis de la actual y piensa que si hubiese sabido manejar la ofensa, la humillación y la agresión en su contra, de una forma emocionalmente inteligente, tal vez, tan sólo tal vez, tendría una existencia normal y hasta tendría una familia de la cual gozar. Lo peor, es que ya no lo lamenta.


Yo no puedo, eso sí, dejar de expresar: ¡Pobre Pablo, has sido perpetuamente víctima de nuestra sociedad, autoexiliado de ella, vives en la más absoluta soledad!


Fin

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