Crónica Roja

Estábamos con Artemio, en la esquina de las calles Moneda con Bandera, conversando después de un día más de trabajo. En un momento, a raíz del semáforo en rojo, se detiene un auto cuyo conductor me parece conocido.


-Oye Artemio, dije, el conductor es Ernesto.


-Cierto hagámosle una broma, subámonos, dijo Artemio.


Era Ernesto, ex compañero de trabajo, y haría un par de años desde la última vez que tuvimos noticias de él.


Se molestó al vernos arriba del su vehículo, pero no emitió palabra alguna. De todas formas consideré que habíamos cometido un error al actuar así.


Sin embargo, nos quedamos arriba igual, yo al lado Ernesto, quien continuó en su dirección.


-¡Años sin verte!-, dijimos simultáneamente Artemio y yo.


-Mmnmm, Ernesto farfulló algo ininteligible.


Oye, pero cuéntanos qué estás haciendo, dónde estás trabajando, le solicitó Artemio.


-Niuhh, Ernesto nuevamente murmuró algo como una respuesta.


Esto me confirmó que no éramos bienvenidos, para nada.


El ambiente comenzó a tornarse tenso.


Percibí un olor dulzón, desagradable, al interior del coche, que me hizo recordar algo rancio, algo en proceso de descomposición.


Voltee la cabeza y Artemio me hizo un gesto que confirmó mi apreciación.


Ernesto conducía con cierta anormalidad, con falta de fluidez, daba la impresión de hacerlo con los movimientos de un zombi, como se ve en las películas.


¿Cómo está la familia preguntó Artemio? y Ernesto hizo como que no hubiese escuchado, produciéndose ese molesto silencio en medio de una conversación.


Entretanto yo estaba muy nervioso con la velocidad con que Ernesto se desplazaba entre los demás vehículos.


-Ernesto-, ¿es idea mía o tienes ciertas dificultades para conducir?, ¿qué te sucede? Mi pregunta tenía como objetivo una forma elegante de pedirle que bajara la velocidad o parara para bajarnos.


-Tiempo atrás tuve un accidente de tránsito-, dijo Ernesto, hablando con un murmullo, y aumentó aún más la velocidad.


¡Ah!, entonces con mayor razón debieras ir ahora más lentamente, le espeté.


Eludió un vehículo, un árbol, perdió el control del móvil, embistió una pandereta y caímos a un ancho y profundo canal de regadío.


El automóvil comenzó a hundirse muy lentamente. Logré salir a la superficie del agua aferrándome a las raíces de un macizo árbol y trepé al borde del acueducto. Artemio se agarró de una de mis piernas y también logró ponerse a salvo.


Miré al automóvil para ir en auxilio de Ernesto, pero ya había terminado de sumergirse.


Tomé la mayor cantidad de aire posible y me hundí bajo las aguas para ir en rescate de mi amigo, pero no vi el vehículo en que veníamos. Lo que vi, en el fondo del canal, fue otro coche, idéntico, -pero legamoso por llevar meses debajo del agua- por cuya puerta abierta y con sedimentos verdes, asomaba el cadáver ya putrefacto de Ernesto, evidenciando que no había muerto en este viaje en que fuimos sus pasajeros, ¡había fallecido antes... mucho antes!


Como me decían mis padres, ¡es muy peligroso subir a un vehículo sin saber quién lo conduce!




Fin

0 comentarios:

Publicar un comentario

Publicar un comentario