Espinillas

Espinillas


Francisco, sin saber por qué, dirige su vista al jardín principal de su mansión enclavada en el centro de su predio de agrado de cien mil hectáreas. Algo ha llamado su atención en él, cosa extraña, pues lo único para lo que tiene ojos es para apreciar el grado de ostentación de sus propiedades materiales. Él acaba de bajar de su moderno, pero lujoso vehículo de acercamiento, con todas sus partes metálicas visibles enchapadas en oro, que lo trajo desde el helipuerto donde lo dejó su helicóptero privado, el modelo más avanzado del mercado. Da instrucciones al primer criado que acude a su encuentro para que revise un feo promontorio que se eleva al junto al macizo de ligustrinas.

Prontamente es informado por el paisajista que la elevación del terreno no ha sido obra de su factura, que ha ocurrido en muy poco tiempo y que al parecer fue producto del quehacer de algún animal no identificado. En todo caso ya se ha nivelado el terreno y se ha sembrado nuevamente césped.

Después de la cena, la mujer de Francisco, de modesta belleza –no comparable con la espectacular belleza de su amante, envidia de todo el círculo de multimillonarios que frecuenta- y sus hijos, se han retirado a sus habitaciones. Solo en su biblioteca, en uno de sus sillones favoritos, bebiendo su whisky preferido y con el mejor de sus habanos pronto a ser encendido con su mechero de oro puro con incrustaciones de diamantes –proveniente de sus explotaciones mineras- Francisco, con sobresalto y por un breve instante, y sin saber por qué, recuerda sus años de estudiante.

Francisco siempre destacó entre sus compañeros por no tener o no querer dar absolutamente nada -de si mismo- a los demás. No desarrolló habilidad ni gusto por las artes, no destacó en ningún deporte individual y, en los colectivos, fue admitido a regañadientes por sus compañeros, por su falta de espíritu de equipo y de sana competencia. Ni siquiera era capaz de hacer reír a alguien contando un chiste. Para qué decir de su capacidad de enamorar a alguna chica, nunca tuvo éxito, y a su esposa la compró, como vulgarmente se dice. Su intelecto era inferior al común de la gente. No se sabe si alguna vez ayudó a alguien, en cualquier sentido, se lo tenía por mezquino. Es decir era una alegoría viviente de la mediocridad. Nunca tuvo amigos, pues era bien sabida su capacidad de atropellar a cualquiera que se pusiera entre él y su objetivo. Sin embargo, helo aquí gozando de un lujo que ni un emperador podría haber imaginado, siquiera.

En raras ocasiones se ha cuestionado a sí mismo, y cuando lo ha hecho –urgido quizá por qué resorte de su conciencia- ha sentido un cierto vacío en su estómago. Se cataloga a sí mismo de un cobarde que no se atreve a dar amor para ser retribuido con amor. Todo este cuestionamiento dura una fracción de segundo. Luego reflexiona, así es la vida -como dice el filósofo Julián Denis- por algo soy así y es muy tarde para cambiar, se aprovecharían de mí, pasaría a ser un pobre más, ya no sería respetado, quedaría solo, y así por el estilo.

En su residencia en Los Trapenses -un exceso de boato- nuevamente en la ciudad, imparte instrucciones a sus hombrecitos -como él denomina para sus adentros a los gerentes de sus conglomerados de empresas- sobre lo que él quiere como sus resultados. Sin embargo, su interés inmediato está centrado en su jardín de su mansión en el Sur de Chile, a tal punto que decide suspender sus actividades y volver a su latifundio.

A su llegada, sin disimulo alguno se dirige inmediatamente al jardín. Ahora había varias desagradables no programadas elevaciones del terreno, como espinillas en el rostro de un adolescente. Despide al paisajista por no poder éste dar explicaciones válidas acerca del suceso –y menos soluciones- y contrata, para que llegue al día siguiente, a un Ingeniero Civil en Jardines con post-grado en Harvard, que ponga coto a lo que está allí sucediendo. Después, Francisco vuelve a Santiago a retomar el rumbo de sus negocios.

-Comuníqueme con el Ingeniero, dice Francisco a su ecónomo de la casa del Sur.

-Jorge, ¿está solucionado el problema?, ¿qué lo originaba?

-¿Cómo?

-¿Y usted espera que yo le pague?

Y corta la comunicación arrojando su celular al piso.

Francisco contempla desde el aire, a bordo de su helicóptero y poco antes de aterrizar en sus dominios del Sur, que las espinillas han proliferado por todo el territorio que la vista alcanza a percibir. Una vez en su palacio, descubre con horror que una de las erupciones se ha convertido en un furúnculo que levanta los cimientos de su preciada construcción. Bosques milenarios de especies nativas cuentan con pústulas que derriban sus árboles. Trata de vender su posesión, pero la voz se ha corrido y le ofrecen precios ridículamente bajos por ella, y más adelante, ya no ofertan. La desolación corroe sus entrañas y vuelve –sin saber por qué- a cuestionar su vida, su falta de aptitud humana. Ahora, espinillas y furúnculos, se coluden en espantosos cráteres de materia purulenta de donde emana un olor nauseabundo que aleja incluso a los peces en el mar. Finalmente contempla desde su helicóptero en vuelo, como un inconcebible gigantesco cráter de materia en descomposición ocupa todo el territorio de cien mil hectáreas que antes constituía su latifundio de agrado.


Fin



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