Bicicletas

Bicicletas


Cuando llego al trabajo, en bus o taxi, temprano por la mañana, mis compañeros me sugieren, casi a diario, que adquiera una bicicleta para mi transporte.

-Es mejor para la salud, me indican unos.

-Te hará bajar esos kilos demás, agregan otros.

-Economizarás dinero, también dictaminan.

Yo les digo que estoy de acuerdo, que lo pensaré, que lo haré más adelante u otra excusa, para que no sigan insistiendo. No me atrevo a contarles mi particular relación con las bicicletas, me tomarían por un insano mental, se burlarían de mí, no me dejarían tranquilo, pero dado que ustedes me obligan, he aquí el relato de lo que viví muchos años atrás:

“Mis primeros kilómetros con mi bicicleta fueron de felicidad rebosante, tanto que hasta hoy recuerdo su cristalina risa en mis oídos, proveniente de su hermosa campanilla de acero inoxidable. Sus sensuales neumáticos..., diariamente yo los limpiaba y después los untaba con líquido limpia gomas que le devolvían su tersura original. El sillín lo embetunaba con silicona líquida para que fulgurara a la luz de cada nuevo día con su bello color azabache. El marco -de color blanco- era objeto de mi mayor devoción, recorriendo trémulo, milímetro a milímetro su cuerpo en busca de cualquier adherencia que debiese remover o, con angustia infinita, detectar alguna limadura que yo solícito debía sanar con la más adecuada de las pinturas. Pedales, cadena, piñones, motor, frenos, manubrio... eran minuciosamente revisados cotidianamente por mí, aseados, lubricados según el caso, con una total dedicación. Ella con su sensual movimiento me transportaba por las calles llevándome a los límites mismos de la locura, a alucinantes estados de éxtasis supremo, éramos uno en el universo que nos cubría con sus rocíos galácticos a modo de emocionado tributo a nuestra increíble -para otros- relación.

Recuerdo, con angustia, esa oportunidad en que estaba detenido por el semáforo, en una de esas calles de Recoleta, hermosa comuna en la zona norte de Santiago. Turnó luz verde y pedaleé, pero Rueditta, como la llamaba yo, no se movió y caí hacia un costado. Advertí descarrilada la cadena de transmisión. Bajé, y amorosamente coloqué la cadena en su posición correcta aplicando una técnica aprendida en mis años de más tierna infancia, el aroma proveniente de su lubricante enloquecía mis sentidos y quedó impregnado en mis manos, y por un descuido, quedó grabado para siempre en mi mejor pantalón el color del viscoso fluido, como presagio de penurias que afligirían mi alma.

Llegué a mi hogar, pero en todo el trayecto, a contar del incidente de la cadena, sentí una reticencia por parte de Rueditta, una resistencia a dejarse llevar sin más ni más por el enérgico impulso viril que yo le transmitía con mis pedaleos.

Muy poco tiempo después, siguiendo mi trayecto habitual por calle Santos Dumont, siempre en Recoleta y en pleno viaje, perdió velocidad sin motivo alguno, como si hubiese aplicado yo los frenos. Bueno, los frenos habían sido aplicados –no por mí, sino por el misterio insondable del alma de Rueditta- y se habían quedado adheridos contra el brillo de la circunferencia metálica de la rueda. Con la mayor dulzura los desapliqué y continué el viaje a nuestro departamento, pero fue un trayecto desagradable en que debí bajar a repetir el procedimiento, no recuerdo exactamente, tres o cuatro veces, con evidente estupor y desgano de mi parte. Todo esto lo rememoro sin esfuerzo, pues la impronta del suceso quedó grabada indeleblemente en mi mejor camisa de un rojo, hasta ese momento, inmaculado. Ya mi mente daba las primeras alertas: o ella tenía una personalidad propia dislocada o yo estaba hundiéndome en el pantano de la locura.

Después de estos incidentes, revisé en profundidad su sistema de frenado sin encontrar falla alguna. De todas formas, lubriqué concienzudamente las piezas correspondientes, había un patín un tanto desgastado, lo cambié, en realidad los cambié todos. Me acuerdo aun, y mi alma llora al hacerlo, del aroma a frutillas que desprendían esos tiernos pedacitos de blanca goma.

Al otro día, en dirección a mi trabajo, en pleno viaje se detuvo una vez más, pudiera decirse violentamente. Las ruedas habían perdido su balance y topaban contra las horquillas. Mi labor para aflojar las tuercas fue bastante ardua, después hube de centrar las ruedas y nuevamente asegurarlas con firmeza contra los pernos, quedando unas puntitas de los mismos sobresaliendo tímidamente, lo que exaltaba mis sentidos llevándome al borde de perder el control. Y ella se dio cuenta, lo notó.

Parecía que alguien o algo alteraba su comportamiento para que dejara de cumplir con la función inherente a su rol en el escenario de la vida, lo que provocaba en mí accesos de ira. En algunas oportunidades me venía un impulso de botarla violentamente al suelo, para después arrepentirme profundamente. Por eso partimos hacia taller de reparaciones. Confieso que tragué saliva al entregar a otras manos mi Rueditta, mi más preciada posesión, mezcla de celos y de temor. Después de dos días bajo la égida del dueño del taller todo funcionaba como debía ser, había vuelto a ser ella. Sin embargo, al otro día de recibida con mi corazón pletórico de gozo, no quiso rodar por el camino que debía seguir uniendo nuestras vidas. Mi mente, calenturienta, ya no se detenía a buscar una causa, sino que trataba de forzarla, apelando a todo mi repertorio de conocimientos y acciones. Hasta sin darme cuenta, en un momento le supliqué. Pero no rodaba ni un centímetro. Sus inquietantes aros reían despectivamente de mí.

Su empecinamiento me recordaba la actitud de mi primera mujer.

La gente veía el espectáculo y reía. Opté por cargarla en mi hombro, lo que me hacía caminar dificultosamente y magullar la piel de mi clavícula.

-Permítame ayudarle, me dijo un atento desconocido..., si usted pone la cadena así..., y repitió exactamente mi técnica mientras yo hervía de furia, -no tendrá más que pedalear para ir donde quiera, he hizo una demostración. -Hágalo usted, me dijo.

Los colores se subieron a mi rostro y estuve a punto de golpearlo por su exceso de confianza al haber montado a Rueditta. Con mucho temor al ridículo hice lo que me decía, y Rueditta se deslizó grácilmente por el pavimento, pero apenas me perdí de vista del intruso, al doblar en una esquina, se detuvo y no hubo caso de moverla. Creí ver que desde el conjunto de su marco, o cuadro como denominan algunos, se desprendía una sonrisa malévola. Me sentí despechado y tuve un impulso de arrojarla contra un camión que venía en sentido contrario al mío, pero inmediatamente me contuve, avergonzado. Nuevamente la llevé sobre mi hombro sin poder dejar de sentir una inmensa ternura al contacto con su corporeidad. Caminé algunos metros y otro buen samaritano me enseñó que podía poner la bicicleta sobre sus dos ruedas y llevarla empujando suavemente, como me demostró. Ella rodaba vaporosamente, pero nuevamente, apenas hube desaparecido de la vista del entrometido, se clavó en el suelo y no tuve otra opción que seguir transportándola sobre mi hombro, entre el estupor y la risa de la gente que me enfrentaba. Nadie podía siquiera intuir el sufrimiento moral que estaba sufriendo a manos de una insensible y casquivana creación del ingenio humano, pero mi cariño hacia ella inexplicablemente no aminoraba.

Con vergüenza recuerdo aquella vez en que estúpidamente no pude contener mi expresión de amargura frente a Rueditta, por no sentirme correspondido, por mi orgullo pisoteado, por el deseo inmenso de sentir que su voz, su cuerpo y su alma se entregaran nuevamente a mí. Me doy cuenta que cometí el peor error de mi vida. No se podía confiar en ella, al demostrar mi debilidad optó por abusar de mí por el resto de mi vida.

Elegí no salir otra vez con Rueditta hasta encontrar una solución para lo que estaba sucediendo. Consulté por Internet y acudí al Doctor de las Bicicletas, pero éste no era más que un reparador, y eso ya no había resultado para nosotros. Seguí buscando por Internet -y continué encontrando decepciones- hasta dar con un verdadero Médico de Bicicletas. Acudí a la cita llevándola a ella a bordo del furgón de mi tío. El Médico me interrogó profusamente sobre nuestra relación y después de cada una de mis respuestas la miraba a ella buscando su aprobación o negación. Después de un par de sesiones, el Médico me comunicó su diagnóstico.

-Sin ningún temor a equivocarme, llego a la conclusión que Rueditta tiene una DTPT...,

-Pero ¿qué es eso?, pregunté sin entender.

-Una DTPT es una Deficiencia Transaccional Post Traumática que se ha materializado en una Disfunción Orgásm..., -perdón Orgánica, corrigió -proyectada negativamente en la persona de usted.

-Estoy seguro que ella fue obligada, prematuramente a recorrer, de una vez, una cantidad imprudente de kilómetros, es decir no hubo un período de iniciación, unos kilómetros hoy, otro tanto mañana... y así sucesivamente hasta que estuviera en condiciones de absorber un recorrido largo.

-Pero cuando nos conocimos Rueditta era cero kilómetros y, dadas las circunstancias particulares que afrontaba en ese tiempo, sólo recorríamos un par de kilómetros diarios, como máximo.

-Sí, pero este desatino pudo haber sido cometido antes de usted conocerla y haberse camuflado el hecho por parte del vendedor.

-Bueno, y ¿qué se supone que debo hacer?

-Yo le recomiendo aplicar sicología del Gestalt. Hablar mucho con ella, actuar con empatía, tener paciencia, buscar otra actividad que puedan realizar en conjunto y establecer una nueva relación que los satisfaga a ambos.

-¿Y cuánto tiempo llevará eso?

-En algunos casos... toda la vida.

-Pero hasta hace un par de meses atrás nunca tuve ningún problema con Rueditta, todo lo contrario, éramos una pareja perfecta, envidia de todos quienes nos conocían.

-Así es la vida, me retrucó el Médico, filosóficamente.

Sinceramente no logré hablar con ella sobre el tema, lo intenté, pero no pude. Me sentaba en frente de Rueditta, buscaba su mirada con el firme propósito de iniciar una saludable conversación, pero sólo quedaba en el acto de aclarar mi garganta, -ejem... ejem...- y no lograba continuar, no conseguía comenzar un diálogo, no sabía por dónde empezar. Bueno..., Rueditta, a decir verdad, tampoco aportaba con lo suyo y era evidente, por su actitud, que no deseaba establecer un sinceramiento conmigo y eludía mi mirada en su mirar.

No pude encontrar nuevamente al Médico, ya no existía su consultorio. Me dije que la situación con Rueditta era un atentado a la razón, un despropósito, una situación inconsulta e inopinada que no podía perpetuarse. Me acuerdo de ese triste día, en que más necesitaba de ella. Traté de conducirla al ascensor, pero se negó violentamente, y en un arrebato de ira sentí el impulso de lanzarla por la ventana de la terraza (yo vivo en un piso veinticinco), pero en mi imaginario escuché el feroz golpe contra el suelo y vi el amasijo metálico producto del impacto, y esto me hizo reflexionar, afortunadamente, acerca de quién era yo para juzgar la conducta de Rueditta y qué derecho me asistía para cometer un crimen tan vil y horrendo.

Al otro día, cargándola siempre al hombro y deseando que esta vez cambiara su actitud, la dejé a la salida de mi edificio y me devolví a buscar mi gorro caído en la Conserjería. En mi mente giraba la idea que esa era la última oportunidad que le daría para restablecer nuestro vínculo. Cuando salí del edificio, después de unos pocos segundos, ella no estaba. Se fue por sus propias ruedas o alguien se la llevó. Mi corazón tapó el conducto de aire que pasa por mi faringe, un extraño fluido obnubiló mi vista –no podían ser lágrimas, un hombre no debe llorar- y sentí el impulso de correr desesperadamente tras de ella, pero comprendí que no debía hacerlo, que ella lo había querido así y que eso, tal vez, era lo mejor para nosotros dos, y lloré desconsoladamente. ¡A la cresta que no fuera de hombres!

Una o dos semanas después, creo que la vi nuevamente -en realidad estoy seguro de haberla visto- desplazándose grácilmente por las calles de Recoleta en manos y pies de otro, con una expresión de felicidad inmensa en su ros...? Sinceramente me alegré por ella.

Tiempo después, compré una nueva bicicleta y, con primoroso cuidado -como una vez lo indicara el Médico- la induje a cumplir la misión que daba sentido a su existencia propiamente tal, pero un mal día, cuando se quedó pegada al piso sin motivo alguno, la abandoné ahí mismo y seguí mi vida caminando hasta el paradero de locomoción colectiva más próximo.”


Fin

0 comentarios:

Publicar un comentario

Publicar un comentario